Porque intuimos, poetizamos
La sierra nos observaba cauta, como siempre. Los pájaros disminuyeron sus aleteos, como si quisieran escuchar el recital poético y serrano que se avecinaba. Se arremolinaban alrededor alguna jara, el gran robledal. Por sabiduría y antigüedad, presidía el encuentro un castaño de setecientos años situado en Escondelobos, o de condilobo como también se le conoce por aquí, justo encima de Casas del Castañar. Fue en el primer encuentro que hicimos hace dos años, Voces del Extremo en el Jerte acababa de estrenarse.
Miguel y Elena, integrantes de Tierra Sana, aventuraron las primeras palabras. Miguel enorme en su cuerpo escueto, enérgico en su ternura infinita. Recordó los tiempos de las cabras y de las correrías infantiles. Su relato parecía fertilizar de nuevo aquel paraje, a veces trasegado en exceso, abandonado más que conservado, suspirando aún por los tiempos en los que lobos y pastores, con sus conflictos y sus consensos, hacían habitables y sostenibles estos bosques. Elena, delgada de voz y de manos, nos regaba los oídos con explicaciones sobre cómo el Valle necesita el monte, la vida el agua, los seres humanos aprender de nuevo a convivir con la naturaleza, con su flora y con su fauna.
Ana Pérez Cañamares, Bernardo Santos, Antonio Orihuela, Franco Llobera, Jose María Cumbreño y Eladio Méndez nos hablaron poéticamente de trabajos, naturalezas y de la libertad que se lee en la interdependencia. Ibamos saltando de la poesía a la agroecología y viceversa.
Una compañera se acercó y me interrogó: “¿y cómo sabías que estos versos iban a rimar tanto con las explicaciones de quienes cuidan estos territorios?”.
Bueno, no lo sabía, digamos que intuía, le contesté: "es que vamos de la vida a la vida, y otra vez vuelta a empezar."
Poesía y agroecología son dos artesanías humanas que nos ayudan a hacer sustentables nuestros cuerpos, nuestros lazos y nuestros sueños. Son una misma voz repartida en diferentes y bellos quehaceres.
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